Como la niebla que envuelve la cima del monte sagrado,  así desciende el velo sobre la cabeza rendida.  No es tela solamente, sino señal del alma obediente,  eco suave de la humildad, susurro antiguo de honra divina.
Es corona de sencillez, no de oro, sino de silencio,  tejido de reverencia, de pacto y de misterio.  En cada pliegue, una oración;  en cada hebra, una historia escrita en el cielo.
Cuando la mujer entra al templo y se cubre,  no se esconde: se revela.  Habla sin palabras, proclama sin voz:  "Me sujeto, y en ello soy libre;  me humillo, y en ello soy exaltada."
El velo no esclaviza — santifica.  Es sombra que protege,  es símbolo que arde con el fuego de lo eterno.  Recuerda a los ángeles que observan en asombro,  y a los cielos que se inclinan ante tal acto de fe.

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